domingo, 12 de febrero de 2012

Capítulo 3: Joana

Despertó con una sensación de irrealidad extrema, sintiendo que en lugar de despertarse, en realidad estaba durmiéndose, y se internaba, de manera desesperada e inevitable, en su peor pesadilla. Pero no era una pesadilla, era real, la sensación de hambre había vuelto, y solo existía una forma de calmarla.

Su desesperación aumentó al mismo tiempo que su consciencia fue gradualmente tomando el control, al tiempo que era relevada de ese control a su vez, siendo poseída inflexiblemente por el hambre, el hambre odiosa que le obligaba a hacer cosas espeluznantes, por las cuales se odiaba, por las cuales odiaba al universo entero. El hambre tomó finalmente el control, aunque, una vez más, le permitió observarse desde su pequeña esfera de conciencia, como una broma macabra que le obligaba a contemplar los crímenes cometidos por su mano, una mano dirigida por alguien ajeno, alguien odiado, alguien irracional, pero implacable y sistemático, de una crueldad inhumana.

Abrió la tapa del ataúd, y saltó al suelo del subterráneo. Por la lúgubre luz de luna que entraba por las claraboyas, supo que era noche cerrada. Percibió el penetrante olor de carne humana quemada, de nuevo Fran con sus inútiles esfuerzos por arreglar el mundo, pensó desde su prisión inmortal, mientras subía las escaleras y se dirigía hacia la puerta de servicio del palacete. Una vez allí, su dominadora hambre se lo pensó mejor, y salió de nuevo al patio, donde saltó hacia la noche estrellada, volando bajo una luna casi redonda, que a sus ojos iluminaba la ciudad con mayor potencia que aquel sol hiriente que hacía una eternidad que no había vuelto a ver, y que no volvería a ver jamás.

La casi total oscuridad de la franja costera de la ciudad contrastaba brutalmente con la zona interior, totalmente iluminada y con un dominante tono anaranjado, producto del campo de fuerza que la cubría al completo. Dicha iluminación era cegadora, y se concentró en el débil camino longitudinal anaranjado que conectaba la zona humana con el mar y el puerto, y dividía la zona mutante en dos, Norte y Sur. Su zona de caza preferida era la Norte, pues era donde la mayoría de humanos se dirigían en busca del riesgo y la diversión. Además, últimamente la zona Sur se había convertido en un espacio peligroso para los vampiros y los mutantes en general, pues había divisado partidas de caza humanas organizadas en búsqueda de mutantes, no sabía si organizadas por el gobierno humano o espontáneas, pero igualmente peligrosas, que rondaban por la zona comprendida entre El Paseo y la montaña que dominaba la ciudad al sur, coronada por una antigua fortificación humana.

Su hambre ignoró todas sus reflexiones, y decidió internarse en el Sur, en la zona cercana al puerto, y por tanto a la peligrosa costa. Quizás fuera mejor así, y un error finalizara con aquella pesadilla. Se divisaban dos barcos atracados en el puerto, protegidos por el campo de fuerza, y un barco en alta mar, probablemente esperando la llegada de la luz del día para acercarse, evitando así posibles incursiones nocturnas mutantes. La presencia en el puerto de diversos camiones aparcados en la zona de carga y descarga así parecía indicarlo. Era posible que alguno de los aburridos camioneros tomara más riesgos de los necesarios. Finalmente, su Hambre habría acertado una vez más, y otra vida sería truncada esa noche.

Aterrizó en una pared que aún se mantenía en pie de un antiguo edificio, semi derruido, que en un lejano pasado había sido utilizado como atarazanas para la construcción de barcos, cuando la costa aún llegaba hasta él, y que posteriormente había sido utilizado como museo. Durante la revolución mutante fue asaltado por mutantes desesperados en busca de medios de transporte marítimos que les permitieran escapar, por primitivos que fueran, pero fue bombardeado por los humanos, en un intento desesperado por aniquilar a los mutantes, cuando aún creían que podrían eliminarlos por completo.

El Hambre la sacó de sus reflexiones, al haber detectado una posible víctima. Saltó al suelo, aterrizando suave y silenciosamente, y escuchó los sonidos que provenían del puerto. Por una antaño gran avenida, hoy en día llena de socavones y montones de escombros motivados por las bombas, se oían los pasos de dos humanos acercándose al derruido edificio, mientras cuchicheaban en voz baja

- Miquel, ¿estas seguro de lo que dices? Nos la estamos jugando

- Que si Joan, los ví esconderlo aquí, dentro de este edificio en ruinas, ya te lo he dicho veinte veces, no me hagas hablar que estamos en una zona muy peligrosa. Estate atento con la escopeta, y no dudes en disparar al mínimo movimiento.

- Malditos ingenieros, siempre dando órdenes. No te confundas, aquí quien lleva la escopeta soy yo, así que no me tientes, esto no es el barco. No se como me he dejado embaucar para este suicidio

- No digas tonterías hombre, que me lo vas a agradecer toda tu vida. Vamos a hacernos ricos, cállate ya que nos van a descubrir

- Que no me des órdenes!!!

- Jur, que paciencia…

Su Hambre decidió dejarlos pasar, y seguirlos a su espalda, mezclándose con las sombras que envolvían las ruinas, aprovechando la ventaja que le daba su excelente visión. Eran dos hombres de mediana edad, el que caminaba al frente, algo más alto, manejaba un detector de mano, y una pequeña linterna, mientras que su compañero le guardaba la espalda con un rifle de energía activado para el combate.

- Creo que ya lo tengo, vamos por esa puerta

- Venga, date prisa, que no me gusta nada estar aquí

- Tranquilo, tú vigila, que ya casi estamos

Cruzando el umbral que atravesaba un muro parcialmente derruido, entraron en lo que debió ser un gran salón, del cual aún restaban parcialmente las cuatro paredes, salpicado ahora de grandes piedras y maderas que debieron formar los arcos y vigas que un día sostuvieron el techo, ahora desaparecido. Se oyeron con mayor intensidad los pitidos del detector, a medida que los humanos se acercaron al centro de la habitación. Se detuvieron al lado de una piedra enorme, y el que portaba el detector comenzó a retirar con el pié los escombros del suelo, al tiempo que miraba atentamente lo que aparecía debajo

- Mira Joan, hay una trampilla, ya lo tenemos – dijo excitado

- Pues actuemos rápido, este sitio me da mala espina

Entre ambos acabaron de despejar la zona, y tiraron de una anilla grande soldada a una plancha de metal encajada en el suelo, que se desplazó con gran estruendo de piedras y metal, dejando a la vista una trampilla y una escalera metálica que se introducía en la oscuridad

- Maldita sea Miquel, con tanto ruido vamos a atraer a todos los mutantes de la ciudad, hostia

- Pues vigila la entrada, yo voy a bajar a ver si lo encuentro. Con esto nos retiramos Joan, se acabó el maldito barco y el capitán cabrón !!!

- Date prisa, porque mi vida vale más que ninguna fortuna

Mientras su compañero bajaba, el humano de la escopeta se volvió hacia el portal escopeta en mano, escrutando las tinieblas, nervioso.

Su Hambre había decidido que la mejor opción era rodearlos, así que Joana salió de la estancia, y la rodeó silenciosa, volando desde el lado contrario hasta situarse silenciosamente encima de la piedra que dominaba la trampilla. A sus pies los hombres cuchicheaban excitados

- Joan, hay más de lo que podía imaginar, somos ricos Joan, ricos por toda nuestra vida !!!

- ¿Cuantos hay, cuantos? – comentó el de la escopeta mientras se inclinaba hacia la trampilla abierta a sus pies.

Ese fue su último error. Excitada con el intenso olor a fluidos frescos de sus cercanas presas, el Hambre hizo saltar a Joana sobre la espalda del hombre, cayendo ambos en el interior del subterráneo con un estruendo metálico mientras rodaban por la escalerilla hasta el fondo, cayendo el rifle a sus pies, mientras Joana contemplaba horrorizada como sus manos buscaban desesperadamente el sudoroso cuello del hombre, y su boca mordía con desesperación su yugular, sorbiendo con una mezcla de éxtasis y pavor el sagrado néctar de la vida.

Un fuerte impacto acompañado de luces de gran colorido la hizo volar hasta chocar contra la pared, un intenso olor a ropa y carne chamuscada la acompañó mientras se quitaba las ropas de la cara, y recuperaba una posición horizontal sentada sobre el suelo, tomando de nuevo el control a su odiada Hambre, saciada en buena parte

- Magnífico, acabas de matar a tu compañero, te felicito

- Muere bestia inmunda, YAAAAAAAAAHHH !!!! – Gritó el hombre mientas disparaba indiscriminadamente el rifle hacia Joana, creando un fantástico espectáculo de luces y colores a su alrededor, hasta que uno de los rayos de energía rebotados en las paredes de piedra le impactó en el estómago, derribándolo de espaldas y arrojando su rifle a un lado

- Desde luego la estupidez humana no tiene límites, no solo matas a tu compañero, si no que te suicidas. ¿No sabes que los vamps somos inmunes a las armas de energía humanas? Me daba pena acabar con vosotros, con uno solo hubiera tenido suficiente, pero ahora, la verdad, voy a disfrutar con vuestra eliminación, el mundo mejorará sin vosotros estorbando en él

Joana succionó la poca vida que restaba en los chamuscados hombres, y los decapitó metódicamente con su machete al cinto – no quiero competencia, y menos tan inoperante como vosotros, seríais un auténtico estorbo – tras amontonar los cuerpos, recogió el fusil, poniéndoselo al hombro, y examinó el subterráneo. Había en un rincón unas cajas medio ocultas con una lona, una de las cuales estaba apartada y abierta. En su interior vislumbró una serie de cajitas que parecían contener viales médicos - esto seguro que le interesa a Fran, seria una forma de devolverle el favor de invitarme y hospedarme en su casa - Recogió las cajas con la lona, las depositó en el exterior, y hizo una pira en el subterráneo con los cuerpos y maderas de los escombros – adiós, inútiles – murmuró encendiendo el fuego con el rifle.

Cargada con las cajas emprendió el vuelo hacia el palacete, disfrutando de su recuperado autocontrol, de su plenitud de fuerzas, contenta de estar viva, aunque a un coste que le horrorizaba. Esa contradicción de mantenerse viva a costa de la muerte de otros la deprimía, pero por otro lado, su instinto de supervivencia y el inevitable desprecio que la vieja raza le inspiraba, la mantenían activa e impedían que tomara medidas drásticas – desde luego con el ejemplo de hoy, no se merecen más que la muerte, no son más que contenedores de comida ambulantes – pensó para consolarse.

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